Suchitoto, Gaceta noticias -El Slavador-

Reflexiones a 30 años de los Acuerdos de Paz

Cuando el conocimiento y el valor de la memoria no están presentes como símbolos de nuestro pasado, resulta fácil poder intentar negarlo y borrarlo del presente. Sumergidos en cajitas de luz, el mundo mediático sustituye la realidad por promesas, metaversos y cripto-ciudades, que nos alejan de nuestra historia y realidad.

La guerra, las guerras, son los sucesos más nefastos de lo que llamamos humanidad, los actos más crueles se han hecho en su nombre. Nuestro municipio, nuestro país, saben de esos días oscuros; nuestros padres, madres y abuelos que vivieron y sobrevivieron lo saben bien y llevan cicatrices en la piel y el alma. Una larga lista de hombres y mujeres que perdieron la vida en el conflicto, nos acompaña y aún duelen sus ausencias cuando se pronuncian sus nombres.

Para los más jóvenes estos hechos apenas son un susurro sordo a sus oídos, de algo que los abuelos y mayores hablan y conmemoran con cierto dolor entre sus recuerdos. Después de 12 años, el 16 de enero de 1992 el conflicto llegó a su término, cobrándose la vida de más, mucho más de 75 mil salvadoreños.

Desde entonces cada año, el 16 de enero, se conmemora como la fecha que marcó el fin de la guerra en el país. Los Acuerdos de Paz nunca fueron los más perfectos, pero fueron los que tuvimos y permitieron el fin de un conflicto y la posibilidad de construir un nuevo país.

Desde entonces, el país se dio la oportunidad de buscar nuevas formas de entendimiento, que nos permitieran soñar un nuevo El Salvador. Y con heridas, cicatrices, dolores, lutos y desaparecidos, se empezaron a construir instituciones más democráticas, y nos fuimos a poblar y crear nuevas comunidades con la esperanza de brindar un mejor futuro a hijas, hijos y nietos.  Y fundamos comunidades y reconstruimos como pudimos una casa y una nueva vida en comunidad.

Muchos sobrevivimos, pero también muchos dejaron sus vidas, en las montañas, en las plazas, en las calles; madres que perdieron a sus hijos e hijos que perdieron a sus padres. Las guerras nunca dejan vencedores ni vencidos, las guerras dejan muertos, destrucción, dolor y luto.  

Cambiar el nombre a una conmemoración, es intentar negar la importancia de uno de los hechos más trascendentales de nuestra historia contemporánea. Intentar borrar por decreto un hecho trascendental podrá demostrar acaso el poderío y soberbia de un gobierno, pero jamás el respeto a quienes perdieron la vida, o a quienes sobrevivieron a ella.

Las y los sobrevivientes del conflicto armado, saben que la guerra termino hace 30 años, y que aquel 16 de enero de 1992, fue una de las fechas más significativas e inolvidables para la historia del país.  Y saben también que la memoria de sus muertos no se honrará con decretos, sino con el compromiso de encontrar a sus muertos, la justicia y la verdad; la memoria de las víctimas  del conflicto se honra con el compromiso diario por lograr aquello por lo que perdieron sus vidas: el diálogo y el entendimiento, la paz, justicia, democracia, y equidad en El Salvador. Lo demás es demagogia y una burla a la memoria, la historia, los muertos y el pasado.

Creer que los Acuerdos de Paz, incluirían una fórmula mágica para lograr la reconciliación y mantener la paz, justicia y democracia en el país, es no entender la historia y no asumir nuestra parte en la enorme responsabilidad y compromiso por construir un mejor país. De alguna manera el inicio del epílogo “Los buscadores de la paz”, del Informe de la Comisión de la Verdad de 1993, sigue teniendo mucho sentido y vigencia:

«Sí, todo esto pasó entre nosotros, dicho en el lenguaje del Canto Maya. Cada uno había convertido su verdad personal en la verdad general. Toda bandera de partido o de grupo resultaba erigida en la bandera única, de acuerdo con el maniqueísmo que imperaba. Y cada lealtad, individual o partidista, se tenía como la sola lealtad. En aquellos tiempos todos los salvadoreños en una u otra forma eran tan injustos con los demás salvadoreños, que el heroísmo de los unos se trasmutaba de inmediato en la maldición para los otros…».

Fotografía: Luis Romero.

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