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“En las comunidades de Suchitoto dejé la mayor parte de mi vida”. La historia de Lucía Beltrán

“En las comunidades de Suchitoto dejé la mayor parte de mi vida”. La historia de Lucía Beltrán

Su rostro refleja años de lucha. Ella es Lucía Beltrán, una veterana defensora del derecho de las mujeres a vivir libres de violencia en Suchitoto. 

Su infancia la vivió desde el sufrimiento. No recuerda los motivos, pero desde muy pequeña tuvo que enfrentarse a una realidad cruda: su papá estaba preso. Cuenta que su mamá tuvo que sacrificarse para estar cerca de él, visitarlo y darle alimentación, así que tuvieron que migrar de Suchitoto al gran San Salvador.

Su mamá era la única de la familia que trabajaba, pero Lucía la acompañaba a repartir la venta que preparaba y para un día después recibir el pago por los productos. Siendo muy pequeña todavía tuvo que asumir el rol de cobradora, ella era la encargada de ir y recibir el dinero que le adeudaban a su madre, aunque esto implicara un riesgo. 

Tiempo después, su papá cumplió la pena de prisión y quedó en libertad. Fueron a vivir a una finca en Usulután, propiedad de un familiar de la mamá de Lucía. Y aunque las cosas parecían mejorar, la vida de Lucía se convertiría en un calvario. Creció bajo el manto de la violencia propiciada por su papá, un hombre alcohólico que golpeaba a su mamá. 

Trabaja desde que tiene nueve años. Mientras la mayor de sus hermanas realizaba labores de cuidado con las menores, Lucía hacía labores de lo que fuera, incluso cuidar de otros niños o en la agricultura. “Yo no sé lo que es jugar con muñecas porque no tenía tiempo para eso”. Y de su alimentación ni hablar, esta se limitaba a una tortilla con sal o frijoles y un vaso con agua. Regresaron a Suchitoto años después bajo condiciones de precariedad.

De niña soñaba con ser jueza o abogada, las razones de ello son muy profundas porque van desde la realidad violenta que vivió su mamá, dentro de ella siempre supo que las mujeres no deben ser esclavas ni tolerar malos tratos de ningún hombre; pero este no se convirtió en realidad porque no recibió el apoyo de sus papás ni siquiera para terminar la educación básica. Solo tuvo la oportunidad de estudiar hasta cuarto grado. 

Para los años del conflicto armado, Lucía era la encargada de una escuadra de mujeres responsables de la alimentación de los combatientes. “Eran 100 tortillas las que tenía que palmear mientras los hombres descansaban”; en el fondo le hubiera gustado andar armada pero “los compas” no se lo permitieron porque tenía que cuidar de sus hijas. 

Un pacto entre mujeres Lucia Beltran Suchitoto

Decidió convertirse en defensora de derechos humanos una vez finalizada la guerra civil. “A quien no le pareció esto fue a Juan, el señor que era mi pareja. Las primeras veces no me decía nada, pero fue diferente cuando me tocaba quedarme de noche en las reuniones para organizar con otras mujeres cómo íbamos a hacer el trabajo”. 

Desde el surgimiento de las organizaciones de mujeres en el municipio, Lucía se organizó en la Asociación para la Defensa y el Desarrollo de la Mujer (APDM).

Ser defensora de los derechos de las mujeres le ha significado tener enemigos por doquier, en su mayoría hombres que la han amenazado. “Sufrí discriminación. En la comunidad me veían mal porque decían que yo mal aconsejaba a las mujeres, que me metía en vidas ajenas… pero ustedes son los que maltratan a las mujeres y ellas tienen derecho a defenderse”. 

Por las carencias vividas en su niñez, también defiende el derecho de las niñas y niños a la cuota alimenticia. Lucía define esta lucha como un compromiso que le ha requerido armarse de valor para acompañar a las mujeres a exigir los derechos que por ley les corresponden a sus hijos. “He tenido la responsabilidad de protegerlas porque, a veces, los agresores estaban afuera del juzgado esperándolas… bien podía morir la mujer o podía morir yo”. 

Ser defensora no ha sido fácil para Lucía, tuvo que enfrentarse a dificultades económicas al ejercer acompañamiento, debido a que la asociación de mujeres a la que pertenecía no tenía mayores recursos monetarios. “Si yo tenía (dinero) las mujeres comían.  A veces solo llevaba comida para los niños porque ellos son los más necesitados y no entienden por qué se anda aguantando hambre”. 

Lucía tiene claro que para ser defensora debe transmitir confianza para que las mujeres cuenten las situaciones de violencia que atraviesan. “Me gusta escuchar y atender a las mujeres… hay que saber cómo hacerlo porque algunas se expresan llorando”. En la práctica aprendió técnicas para dar acompañamiento y cuenta que la única herramienta que una abogada le dio fue un código de leyes. “Esa fue mi única consejería”. 

A primeras horas de la mañana estaba lista para “agarrar camino” al juzgado de familia. Se aseguraba que las mujeres a las que acompañaba llevaran la partida de nacimiento de sus hijos y una fotocopia de su DUI “porque era lo primero que les iban a pedir estando allá”. Si no tenían dinero para el transporte, hablaban con el alcalde para que les prestara un carro de la municipalidad, si tampoco esa era una opción, esperaban paciente en la parada de buses de la 129, pero de alguna manera debían llegar al lugar de destino. 

“Cuando no tenía para el pasaje de las mujeres, lo que hacía era vender un medio de maíz… ¡ay!, pero cuando el hombre (su pareja) se dio cuenta me dijo: mirá, hija de la gran puta, si estás vendiendo el maíz te vas a quedar sin hartarte vos. Logré comprar una máquina de coser y agarraba costuras, me buscaban hasta para hacer uniformes de los estudiantes. Para comer llevaba frijoles cocidos y tortillas, eso le daba a las mujeres para que no aguantaran hambre cuando íbamos a las audiencias”. 

Fueron más de 30 años poniendo su cuerpo y energías en las delegaciones de la Policía Nacional Civil, en la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, y en los Juzgados de Familia para denunciar la violencia hacia las mujeres. “En ninguna institución me rechazaron, todos me reconocían como acompañante de las mujeres”. 

El compromiso de Lucía siempre estuvo más allá de acompañar, también estaba pendiente que regresar a casa no significara un riesgo para las mujeres luego de denunciar o demandar al agresor. “Me aseguraba que el hombre estuviera respetando las medidas preventivas, porque si no las cumplía, yo tenía que avisar a la policía que el hombre no estaba acatando  la orden de alejamiento”. 

Su familia nunca vio bien su labor como acompañante: “me decían que no me metiera en lo que no me importa”. El rechazo de su círculo cercano llegó al grado de exigirle que dejara de ser defensora de las mujeres. En las comunidades la amenazaban: “si me miran sola yo sé que me van a matar porque no todos han quedado agradados con mi trabajo, y no es porque les haya hecho daño, sino que la ley les obliga a ser responsables con sus hijos y eso no les gusta a ellos”. 

En el camino, Lucía se dio cuenta de que las leyes no son justas con las mujeres y sus hijos, pues la asignación de la cuota alimenticia no responde a las necesidades fundamentales como el derecho a la alimentación, vestuario, salud, vivienda y educación, y que, por el contrario, la mayor carga de proveer a los hijos lo necesario para su desarrollo sigue recayendo en las mujeres. “Los jueces les asignaban un dólar diario para dos niños y eso es una burla para las mujeres, ellas no estaban satisfechas con estos procesos”. 

De su rutina diaria acompañando y tocando las puertas de las instituciones regresaba a altas horas de la noche, pero las condiciones de seguridad no siempre fueron las mismas. Lucía recuerda un hecho que marcó su vida… “Una noche nos agarraron a balazos en la comunidad Valle Verde; un carro se detuvo enfrente de nosotros, los hombres se bajaron, sacaron la pistola y abrieron fuego. Gracias a Dios y a las habilidades para manejar de don Félix, el motorista más fiel que ha andado conmigo en las buenas y malas, logramos escapar”. 

Para ella ser defensora se resume en tres palabras: solidaridad entre mujeres. Dejó de brindar acompañamiento hace un poco más de dos años. Todas las vivencias y el trabajo que realizó lo recuerda con nostalgia: “en las comunidades dejé la mayor parte de mi vida, de mi juventud”. Toda esta lucha valió la pena porque gracias al trabajo de Lucía muchas mujeres de Suchitoto lograron obtener justicia, acceder al derecho a una cuota alimenticia y vivir libres de violencia. 

Reportaje elaborado por Carolina Mena, con el apoyo de la beca Exprésate de la Fundación Internacional para las Mujeres en los Medios (IWMF).

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