El marco del Día Internacional de las Juventudes, es un momento oportuno para reflexionar sobre la situación crítica que enfrenta este grupo social en Suchitoto y El Salvador. En el contexto del régimen de excepción, las juventudes han quedado atrapadas en una doble narrativa: por un lado, se les pretende proteger de las amenazas delictivas, pero, por otro, continúan siendo estigmatizadas, asediadas y expuestas como el grupo más vulnerable de la sociedad, en particular aquellos que habitan en condiciones precarias de pobreza y marginalidad.
En un contexto marcado por el régimen de excepción en El Salvador, las juventudes, que deberían ser celebradas por su energía, creatividad y capacidad de transformar la sociedad, se encuentran atrapadas en esta compleja dualidad. Aunque se les presenta como uno de los grupos más beneficiados por las medidas de seguridad del gobierno, la realidad que enfrentan refleja una profunda contradicción: son simultáneamente protegidos y estigmatizados, asediados y desprotegidos.
El régimen de excepción ha traído consigo una paradoja. Si bien ha logrado reducir los índices de criminalidad y delincuencia en muchas zonas, las juventudes son las que han pagado un alto precio por esta «protección». Todos y todas sabemos que aquellos jóvenes que residen en comunidades empobrecidas son quienes frecuentemente son tratados con sospecha, vistos como potenciales delincuentes por el simple hecho de su lugar de residencia o apariencia. Esta estigmatización sistemática les margina aún más, profundizando la brecha que existe entre ellos y el acceso a oportunidades de educación, empleo y participación en actividades culturales.
Las detenciones arbitrarias, las constantes redadas en barrios marginales y las listas negras de jóvenes catalogados como pandilleros han alimentado una narrativa que les coloca en una posición precaria. En lugar de ver a las juventudes como agentes de cambio y de esperanza, el régimen las ha reducido a meros números en la guerra contra el crimen. Esta criminalización de la juventud perpetúa un ciclo de exclusión social, que refuerza las desigualdades ya existentes y las empuja hacia un futuro incierto.
El discurso oficial sostiene que estas medidas son necesarias para erradicar la violencia. Pero ¿a qué costo? Las juventudes viven bajo un constante estado de vigilancia y temor, sabiendo que una acción inocente o tonta puede ser malinterpretada y colocarlas en una situación peligrosa de encierro sin derecho a pronta justicia. Esta situación crítica demanda una reconfiguración de las políticas de seguridad que protejan a las juventudes sin estigmatizarlas, que las incluyan en el proceso de construcción de una sociedad más justa y que reconozcan su rol como piezas clave para el futuro del país.
Pero, lejos de crear alternativas, el estado sigue cerrando casi todas las puertas; por ejemplo, el cierre de espacios culturales como las Casas de la Cultura, han agravado aún más esta situación. Estos centros no solo eran refugios para la creatividad y la expresión artística, sino también para la formación de identidad y comunidad. Con su clausura total, sumado al cierre del INSAFORP, que llevaba cursos y capacitaciones a los municipios, las juventudes han perdido un lugar y oportunidades donde podían canalizar su energía de manera positiva y donde podían generar encuentros juveniles y aprendizajes sin el lente del prejuicio.
Todo este fenómeno debe plantearnos una pregunta crítica: ¿cómo pueden las juventudes construir un futuro cuando las pocas plataformas que tenían para desarrollarse están siendo desmanteladas? Las artes y la cultura son vías de escape de la violencia y la pobreza, pero el cierre y ausencia deja a los jóvenes en una situación aún más precaria. Dejándoles expuestos en un aislado mundo del internet. En lugar de apostar solo por la represión y el control, el Estado debería invertir urgentemente en la creación y el fortalecimiento de espacios culturales, de formación y acceso a la educación como alternativas válidas para la juventud.
Es crucial recordar que las juventudes no son solo sujetos a ser protegidos, sino también actores claves en la construcción de un país más justo y equitativo. Sin embargo, la continua estigmatización y el cierre de espacios culturales limitan gravemente su capacidad de ejercer su libertad de expresión. Es hora de que se reconozca su valor y se exija respeto y se invierta en esfuerzos reales para su inclusión y empoderamiento de las juventudes, especialmente en comunidades marginadas. Porque es claro que quienes siguen siendo estigmatizados son las juventudes de estas comunidades empobrecidas en contraste con las juventudes más privilegiadas que gozan de todas las providencias de la sociedad y el régimen.
Por eso, en el contexto del Día Internacional de las Juventudes, la reflexión debe girar en torno a la creación de un entorno que no solo pretenda protegerlos, sino que las respete, las incluya, les de oportunidades y las valore como verdaderos agentes de cambio. Es esencial recordar que no se trata solo de garantizar su seguridad física, sino de asegurar su bienestar integral: educación, salud mental, oportunidades de educación, empleo y participación en la vida política y social. Las juventudes no son el problema, son la solución a muchos de los desafíos que enfrenta El Salvador. Solo entonces se podrá hablar de un verdadero progreso para las generaciones que representan el futuro del país.