En las últimas décadas, hemos sido testigos de cómo los gobiernos han jugado con el destino de nuestra nación, pero nunca antes con la brutalidad con la que lo hace el actual régimen. Frente a nuestras narices, están demoliendo la historia, la cultura y la biodiversidad de El Salvador con una ferocidad sin precedentes, y lo más aterrador es que todo ocurre frente al silencio cómplice de la mayoría. Todos los días nos venden espejitos modernos mientras nos arrebatan con amenazas y mentiras el alma, la memoria y la identidad.
El Salvador se enfrenta a una devastación silenciosa, una que no llega con estruendo de bombas ni con columnas de humo, sino con anuncios bonitos, decretos, leyes, demoliciones y abandono. Nuestra historia, nuestra cultura y nuestra identidad están siendo desmanteladas con la misma frialdad con la que el cirujano aquel que dijo nos curaría de un cáncer, pero termina extirpando nuestros principales órganos vitales. Y lo más preocupante: lo estamos permitiendo.
La cultura y la historia de un pueblo no se fabrican de la noche a la mañana. Se construyen con siglos de tradiciones, de luchas y resistencias, de creación artística y pensamiento crítico. No se pueden imponer a conveniencia ni moldear según los caprichos de un gobernante. Pero hoy, lo que nos ha definido está siendo sepultado por la maquinaria de una modernidad sin raíces, que con discursos impositivos quiere que nos avergoncemos de nuestra identidad, vendiendo la ilusoria promesa de progreso y modernidad mientras borra todo vestigio de lo que alguna vez fuimos.
La historia no es solo un recuento de hechos pasados, es el pilar sobre el que se sostiene la identidad de un pueblo. Pero ¿qué ocurre cuando se decide borrar los rastros de esa historia? Se nos mutila la capacidad de reconocernos, de saber de dónde venimos y hacia dónde vamos. El desmantelamiento de la cultura es una estrategia de sometimiento, porque un pueblo sin memoria es un pueblo manipulable, dócil y sin resistencia. Las decisiones arbitrarias de eliminar símbolos, negar hechos históricos y reescribir el pasado están en función de una agenda política y son ataques directos contra nuestra esencia para debilitar y anular nuestra unidad y capacidad de cohesión y critica.
La cultura, por su parte, es lo que nos distingue, lo que nos hace únicos en el mundo. Pero el discurso del modelo de desarrollo actual pretende convertirnos en una copia barata de otros países, eliminando lo que realmente nos identifica y pertenece. Se menosprecia lo autóctono y margina a nuestra propia gente y se impone un modelo inconsulto de modernidad artificial que no nos representa.
Todos los gobiernos municipales alineados al régimen invierten en espectáculos que no educan ni fortalecen nuestro sentido de identidad. Se privilegia el entretenimiento superficial y la fiesta sobre el pensamiento crítico porque un pueblo entretenido es un pueblo que no piensa ni cuestiona.
No somos luces de neón, pistas de patinaje, rascacielos, concursos de belleza, o autopistas de lujo; somos calles empedradas, iglesias de adobe, mercados bulliciosos, festivales tradicionales y el arte que nace del pueblo. ¿Por qué avergonzarnos de lo que somos en lugar de fortalecer nuestro sentido de identidad y pertenencia?
Y si lo anterior no fuera suficiente, también estamos perdiendo nuestra riqueza natural a manos de la codicia. La biodiversidad salvadoreña está siendo arrasada por proyectos que solo benefician a unos pocos, dejando a las futuras generaciones sin recursos, sin agua y sin hogar. Frente a nuestros ojos se amenaza y destruye el medio ambiente. Las montañas, los ríos y los bosques están siendo destruidos en nombre del “desarrollo”, cuando en realidad lo único que se desarrolla y crece es el bolsillo de los grandes y nuevos empresarios y sus cómplices en el gobierno. Quieren hacernos creer que el oro vale más que el agua. Su voracidad no tiene respeto por lo más preciado y vital para nuestras vidas. No podemos permitir que nos despojen de lo poco que nos queda.
Suchitoto, como muchos otros rincones de este país, es un testigo de resistencia y memoria. No podemos caer en la trampa de la indiferencia, no podemos seguir creyendo en discursos que disfrazan la destrucción con la mentira del progreso. Es momento de preguntarnos: ¿hasta cuándo vamos a callar? ¿qué país queremos dejar a nuestros hijos, hijas, nietos y nietas? ¿Uno sin historia, sin cultura, sin agua y sin naturaleza? ¿O uno en el que podamos caminar con orgullo, sabiendo que defendimos y luchamos por preservar lo que nos hace únicos?
No se trata de nostalgia ni de resistencia al cambio, sino de reconocer que un futuro sin raíces es un futuro sin sustancia. La modernidad que nos prometen no vale el precio de nuestra identidad. No podemos permitir que nos arrebaten lo que somos. Es tiempo de despertar, de alzar la voz y de defender con dignidad nuestra historia, nuestra cultura y nuestra tierra. Porque cuando todo haya sido destruido, cuando solo queden ruinas de lo que fuimos, entonces ya será demasiado tarde para lamentarnos. Si no los defendemos, seremos la generación que vio morir a El Salvador sin levantar la voz. Y eso, más que una tragedia, será nuestra mayor vergüenza.