En tiempos donde el debate público parece reducirse a una guerra de bandos irreconciliables, es urgente construir una nueva manera de ver la realidad, una que supere la lógica simplista de «a favor» o «en contra». En nuestros territorios la exigencia de leyes consultas, transparencia y rendición de cuentas del gobierno central o local no debería ser motivo de división, sino un acto de responsabilidad ciudadana fundamental.
El discurso hegemónico y conveniente de los gobernantes en turno ha impuesto la idea simplista de que cuestionar al gobierno equivale a ser opositor o desear volver al pasado con gobiernos caducados donde no hay más opción, que exigir transparencia e información clara es sinónimo de estar alineado con otra corriente política. Que criticar o cuestionar son pecados capitales. Este falso dilema es una trampa peligrosa que busca desactivar y anular la capacidad crítica de la ciudadanía, reduciéndola a un público pasivo que acepta las decisiones sin cuestionarlas. En una democracia sana, la contraloría social y la participación en la toma de decisiones no son concesiones o favores del poder, sino derechos fundamentales e inalienables de la población.
La imposición de políticas sin consulta, sin espacios de deliberación ciudadana, se nos presenta como una «medicina amarga» que hay que tragar sin quejarse ni protestar, como si el bienestar común dependiera exclusivamente de la voluntad de los gobernantes y no de un proceso de construcción colectiva. Cuando una administración toma decisiones a espaldas del pueblo, sin consultar, deliberar ni rendir cuentas sobre sus acciones y sin justificar sus gastos, el problema no es la crítica, sino la falta de un gobierno honesto, abierto y transparente.
Uno de los grandes peligros de esta narrativa es que fomenta la fragmentación social. Se nos empuja a enfrentarnos entre vecinos, entre familias, entre amigos, en un juego perverso donde la lealtad política se mide por la obediencia ciega. Y este discurso perverso, es el que ha calado profundo en la población, que ciegamente a caído en el juego discursivo de “los en contra y a favor”, limitando la capacidad de análisis y critica constructiva. En ese contexto, el análisis crítico desaparece, y lo peor desaparece la posibilidad de construir soluciones reales a los problemas que nos afectan. Convirtiendo esta polarización ciudadana en un poderoso distractor del verdadero problema que únicamente beneficia a sus gobernantes.
En tal sentido, se necesita construir una ciudadanía que no se deje arrastrar por el fanatismo político, sino que asuma con seriedad su rol en la vida pública. La política no puede ser un terreno exclusivo de quienes ostentan el poder; debe ser un espacio de participación activa, donde las voces de todos y todas sean escuchadas y consideradas. Es momento de exigir claridad en la gestión pública, de reclamar espacios de participación real, de construir un modelo donde gobernar no signifique imponer, ni tomar una medicina amarga sin quejarse, sino dialogar y consensuar. Donde el criticar y cuestionar no se reduzcan al simplismo barato de desear el pasado o ser opositores.
La democracia no se fortalece con adhesiones ciegas ni con discursos de lealtad inquebrantable, sino con ciudadanos informados, críticos y comprometidos con el bienestar colectivo de sus comunidades. Es muy urgente romper con esta lógica estúpida del enfrentamiento de colores políticos y recuperar el verdadero sentido de la política: el de una herramienta para la construcción de un futuro común, basado en la justicia, la equidad y la participación de todos y todas.