El 16 de enero de 1992, El Salvador firmó los Acuerdos de Paz, un hito que marcó el fin de 12 años de guerra civil y estableció las bases de una democracia que prometía respeto a los derechos humanos y la construcción de una sociedad más equitativa. Sin embargo, tres décadas después, el concepto de paz ha sido resignificado en el imaginario colectivo, vinculado no a la justicia social, sino a la ausencia de violencia visible, aunque esto implique la renuncia silenciosa a derechos fundamentales.

El régimen de excepción impuesto en marzo de 2022, y renovado consecutivamente desde entonces, ha traído consigo una reducción indiscutible y significativa en los índices de criminalidad. Este hecho ha sido ampliamente celebrado por casi toda la población salvadoreña, que por décadas vivió bajo el yugo de las pandillas. Las extorsiones, los homicidios y el control territorial de grupos delictivos eran parte de la cotidianidad. Hoy, para muchas comunidades, la «tranquilidad» ha regresado. Sin embargo, esta seguridad tiene un costo que no puede ser ignorado: la erosión de los derechos humanos y las libertades individuales.

El régimen ha permitido detenciones arbitrarias, el uso de la fuerza desproporcionada y la suspensión de garantías constitucionales básicas. Centenares de personas han sido detenidas sin pruebas contundentes, mientras familiares de las víctimas denuncian abusos que quedan sin investigación ni reparación. Para algunos, estos hechos son considerados «daños colaterales» justificados por el objetivo mayor de alcanzar la paz. Pero ¿es realmente paz lo que vivimos cuando el miedo ya no proviene de las pandillas, sino del mismo aparato estatal que debería protegernos?

El dilema entre seguridad y derechos no es nuevo. La historia nos muestra que los estados de excepción suelen ser herramientas que los gobiernos utilizan para consolidar su poder, apelando al miedo de la población como justificación para restringir libertades. En El Salvador, la narrativa oficial ha reforzado la idea de que «los derechos de los delincuentes no importan», pero en la práctica, esta postura abre la puerta a un sistema que tampoco respeta los derechos de los inocentes. Por algo se llaman derechos humanos.

El problema radica en que la población ha normalizado esta situación, priorizando la paz superficial sobre la justicia estructural. En un país donde la desconfianza hacia las instituciones es alta, muchos ven en el gobierno actual una solución rápida a problemas complejos. Sin embargo, esta aparente solución está cimentada en un modelo que no garantiza sostenibilidad ni respeto por los principios democráticos.

La pregunta que debemos hacernos como sociedad es ética y política: ¿Es aceptable sacrificar derechos fundamentales en nombre de la seguridad? La paz verdadera no puede ser construida sobre el silencio forzado ni sobre la resignación de las libertades que nos hacen ciudadanos plenos. La historia también nos enseña que los derechos no se recuperan con facilidad una vez que se han perdido.

En lugar de conformarnos con soluciones temporales, es crucial abogar por un modelo de seguridad que sea integral y sostenible, que combata las raíces de la violencia sin comprometer el estado de derecho. Esto implica un fortalecimiento de las instituciones democráticas, una real inversión en educación y oportunidades económicas, y un sistema judicial eficiente y justo.

Al acercarse la fecha de celebración de la firma de los Acuerdos de Paz es importante reflexionar sobre qué tipo de sociedad se está construyendo a nuestro alrededor, mientras la mayoría se conforman con una paz y tranquilidad fundamentada en la pérdida de sus derechos, es necesario preguntarse si es esta paz la que queremos construir y qué estamos sacrificando en el camino. La paz auténtica, aquella que respeta la dignidad humana y garantiza derechos para todas y todos, sigue siendo un sueño pendiente.

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