La leyenda de la Taconuda. (Autor J. Raúl González)
Las costumbres de los pueblos cambian con los tiempos, con la modernidad, con los avances tecnológicos y los nuevos descubrimientos.
De igual manera las leyendas evolucionan de acuerdo al lugar en que se les ubique o a quienes se encargan de relatarlas con el fin de mantenerlas vigentes, con algunas variantes, pero más que todo con la intención de que no se pierdan, que no se olviden, porque es parte de la cultura popular.
Esta leyenda estuvo olvidada por mucho tiempo por ser tan antigua como la misma fundación de la ciudad. Eran tiempos en los cuales aún no se estabilizaba por completo el asentamiento de nuevas familias venidas de Europa o de España específicamente, a quienes les fueron concedidas por las autoridades colonizadoras, grandes extensiones de tierra para establecer sus propios dominios basados en costumbres y prácticas feudales.
El Feudo consistía en el contrato o relación entre un soberano o un gran señor y un noble, por el que el primero, cedía al segundo que se convertía en su vasallo, tierras o derechos de explotación agrícola y prometía protegerle, a cambio de la fidelidad del noble y de algunos servicios políticos y militares.
De igual manera con la llegada de los españoles, aparecieron las haciendas y en ellas se implementaban esas mismas prácticas. Los campesinos trabajaban los feudos, pero no eran propietarios de las tierras y estaban obligados a ser fieles a los señores feudales. De esa dependencia o sumisión se mantenían excesivos abusos de explotación laboral de la población indígena-campesina.
Removiendo los archivos del Juzgado de Primera Instancia de Suchitoto por motivos de traslado a otro local particular, encontré entre documentos antiguos, uno que me llamó la atención; Un terrateniente del poblado de Aguacayo (hoy, Cantón Aguacayo) remitió al Juzgado de Suchitoto a un individuo, encadenado y con escolta militar junto con una Cuma*, o sea un instrumento agrícola de trabajo propiedad del campesino, acusado por su patrón de negarse a trabajar ese día, porque alegaba — según el terrateniente— que se encontraba enfermo y pidiéndole al Juez que le impusiera once días de prisión por desobediencia al negarse a trabajar.
El presunto infractor de la ley, presentaba, además, golpes y excoriaciones “de menor importancia” en la cara y diferentes partes del cuerpo, —según el informativo procesal—. Relato lo anterior para exponer de qué manera era la relación laboral entre los Señores Feudales y sus colonos.
El relato, personajes y nombres de la leyenda a continuación, son ficticios y vienen a ser relacionados por el autor, con uno de los relatos de la gente, sobre la aparición del fantasma de una mujer vestida de blanco, con un ramo de flores en las manos que se aparecía y salía corriendo por la Escuela Ana Dolores Arias en horas de la noche, dejando escuchar el sonido de sus tacones, para espantar a las parejas de novios que se citaban por ese lugar, aprovechando que era un lugar oscuro.
Don Rosendo Romero de La Rosa y su esposa Doña Soledad Magallanes, llegaron de España y tenían su domicilio en un caserón con grandes corredores, amplias recamaras y grandes salones; hermosos jardines y fuentes en el medio, adornadas con estatuas de querubines desnudos y palomas en son de vuelo labrados en piedra; las flores despedían dulces y delicados aromas y las fuentes lanzaban al viento frescas y diminutas gotas cristalinas suaves y agradables, como caricias de doncella regalando amor, sin faltar el portón que separa el zaguán del resto de la casa y la caballeriza en la parte trasera como era el tipo de construcción en aquella época.
La casona de anchas y altas paredes, techo de tejas y finas maderas de estilo colonial, había sido construida en las cercanías del Colegio católico que era para la educación de señoritas y el Grupo Escolar que era para los varones de la época e hijos de los señores de origen y descendencia europea.
Tenía el matrimonio dos hijas que eran muy consentidas y protegidas en extremo por su padre Don Rosendo, quien era tremendamente cuidadoso y estricto dentro de su hogar; Juana Carlota la mayor y Blanca Azucena la menor, eran sus nombres de pila; la menor era de tez blanca, ojos azules, pelo castaño, delgada y de elegante andar; la naturaleza había sido bondadosa con ella en su belleza, en complicidad con la genética familiar.
En cambio, Juana Carlota no gozaba de los mismos atributos que su hermana menor, pero no por eso dejaba de ser bella pues tenía sus propios encantos; y tal vez por el hecho de ser la mayor y guardar cierto recelo por acaparar la atención y el amor de sus padres, Juana Carlota ejercía dominio sobre su hermana, tomando decisiones autoritarias y no perdía ocasión para poner en mal ante sus padres a su hermana menor por cualquier cosa.
Juana Carlota había cumplido los dieciocho y Blanca Azucena los quince; ambas estudiaban en el Colegio para señoritas dirigidas por monjas de la congregación de Las Carmelitas Descalzas, a unas dos o tres cuadras de su casa. Las religiosas se encargaban de educar y orientar a las jóvenes por el camino de la religión e inculcarles a la vez, el servicio y entrega a Dios por medio del estudio de alguna orden o congregación, aprobado por la iglesia.
A esa edad, Juana Carlota y Blanca Azucena no estaban interesadas en tomar los hábitos —aunque las monjas se lo pedían—, pues querían vivir sus vidas como toda joven normal, con sus ilusiones juveniles, con la llegada del amor, de llegar al matrimonio y formar un hogar con el hombre que lograra conquistar sus corazones.
Al destacamento militar estacionado en el pueblo para brindar protección a los ciudadanos españoles, llegó un arrogante Capitán Don Ricardo Rencillas y Amargosas, en reemplazo del encargado anterior; era joven, —por hay por los veinticinco— bien parecido, alto, gallardo, soberbio; de carácter fuerte como lo exigía su formación militar.
Por las atribuciones que se le habían encomendado, tenía roce social con la crema y nata de la sociedad de la época, asistiendo a reuniones de trabajo, banquetes y agasajos familiares.
Fue de esa forma como conoció a la familia Romero de La Rosa-Magallanes y a sus hijas Juana Carlota y Blanca Azucena; el Capitán Rencillas y Amargosas, quedó prendado el mismo instante en que conoció a la menor de las hermanas y a quien comenzó a pretender en amores.
Desde aquella ocasión no perdía la oportunidad de expresarle a Blanca Azucena sus intenciones amorosas, pero ella lo rechazaba de buenas maneras, no le correspondía, ni le daba esperanzas de nada como para que pudiera ilusionarse, porque en su corazón, guardaba sus sentimientos para otra persona.
A Doña Soledad no le simpatizó el Capitán, por su comportamiento prepotente y sus poses de superioridad hacia los demás y mucho menos cuando comenzó a observar las pretensiones amorosas hacia su hija menor.
A Juana Carlota, tampoco le cayeron en gracia esas atenciones y miradas del Capitán, pues bien podrían ser para ella, pues belleza y encantos no le faltaban. En cambio a Don Rosendo le venía bien la idea de ese noviazgo, pues le venía como anillo en dedo de novia, ya que con ello, el y su familia obtendrían mayor poder y reconocimiento en la comunidad.
Enrique Santamaría era un campesino que vivía con su mujer la Trinidad Encarnación y su hijo Jorge Mario en una bodega pegada a la caballeriza dentro de la parte trasera de la casa de Don Rosendo y se desempeñaba a la vez, como caporal en una de sus haciendas situada en las cercanías rurales de la población, con la responsabilidad de administrar, cuidar y velar por los bienes de su patrón,
Todos los días de la semana, Enrique viajaba de la ciudad al campo y del campo a la ciudad para recoger y entregarle los productos agrícolas y ganaderos que producían sus trabajadores, quienes estos a la vez, eran colonos de las tierras de Don Rosendo en las que se explotaba la producción ganadera y agrícola y en especial, la producción del añil que era el producto con el cual se mantenía un fuerte intercambio comercial con los países de Europa y Sud América.
Entre tanto, la Trinidad Encarnación se dedicaba a los pequeños y variados trabajos de la casa del patrón; cocinaba, barría, trapeaba, hacia los comprados del mercado, lavaba los platos, daba de comer a los animales, rajaba leña, llevaba al colegio por la mañana a las niñas y las recogía por la tarde; y ya, como para desperezar el cuerpo, antes de irse a dormir lavaba la ropa, planchaba y hacía uno que otro trabajo más que de casualidad apareciera. Y para colmo, una que otra jineteada amorosa que a Enrique se le antojara darle, antes de irse a dormir.
Jorge Mario—el hijo de Enrique y la Trinidad— tenía diecisiete años y estudiaba en la escuela comunal ubicada en una zona designada para la clase pobre y trabajadora al oriente de la ciudad y que contrastaba con la opulencia y elegancia de las zonas del centro y del rumbo poniente de la misma y al salir de sus clases, ayudaba en los oficios de la casa y a alimentar a los animales.
La comunicación de él y Blanca Azucena era muy estrecha y cordial, tanto así, que sin ellos quererlo, sus miradas les delataban y daban motivos para pensar que entre ellos, existía un afecto de amor reprimido, el cual no se concretaba, si se tomaban en cuenta las diferencias sociales que había entre ellos y las reglas de sumisión y respeto.
Jorge Mario se ahogaba en deseos de expresar sus sentimientos, pero a la vez, sabía que de atreverse a eso, podría ser fatal tanto para él, como para sus padres. En cambio, Blanca Azucena, también se moría en deseos de que él, le dijera aunque fuera una palabra que le diera a entender, que compartía los mismos deseos y sentimientos hacia ella.
A Jorge Mario se le hacía larga la noche, pensando y pretendiendo armarse de valor para confesarle a Blanca Azucena todo el fuego que le consumía el sueño y su propia alma; y ella a la vez, todas las noches lo veía a él, dibujado en sus ilusiones y desvaríos de amor, hincado a sus pies, expresándole sus más íntimos sentimientos y tomándole de sus manos para sellar entre ambos, un pacto de amor.
Juana Carlota ya había caído a la cuenta de la situación y solo esperaba una ocasión y una sola prueba para confirmar sus sospechas. Y pensando matar dos pájaros de un tiro, un día se le ocurrió enviar al Capitán Rencillas y Amargosas una invitación con día y fecha señalada a tomar un té a su casa, disponiendo todo a su favor para propiciar un encuentro entre su hermana y Jorge Mario cuando este regresara de la escuela en el día de la cita, para despertar la ira y los celos del Capitán; y según sus malévolos planes, esto haría que él, aborreciera a su hermana y volcara su interés y la cortejara a ella, pues amaba en silencio al Capitán.
Llegada la fecha de la invitación, la Trinidad, recibió la orden de acomodar una mesa con sus respectivas sillas en el centro del jardín, de la mejor forma posible, justo a la par de la fuente de agua, de tal manera que desde ese lugar se pudiera observar directamente hacia la cocina y el traspatio de la misma o sea hacia la caballeriza.
El Capitán se presentó puntual; elegante, amable y ansioso de ver nuevamente y de cerca a la joven que le había robado el corazón. Todo estaba servido; en el centro de la mesa se lucía un jarrón con las mas bellas y perfumadas flores que incitaban al romance; Juana Carlota lucía bella, elegante, atractiva; atenta, amable y dócil a toda palabra del Capitán; y éste, tampoco al verla podía ocultar sus miradas llenas de lujuria y deseos lascivos hacia Juana Carlota, quien captaba cada movimiento y miradas del Capitán Rencillas y Amargosas hacia ella, las cuales le caían como agua bendita y como un regalo del cielo.
Calculando la hora de llegada de Jorge Mario, Juana Carlota ordenó a la Trinidad, que fuera al mercado a comprarle algunas cosas, nomás para dejar el camino libre para su siguiente jugada anticipadamente concebida, para atrapar a su presa quien ya rondaba la telaraña finamente tejida; y decidió entonces llamar a su hermana menor para que estuviera al pendiente de unos buñuelos y pasteles que se estaban cocinando, mientras la muchacha de la casa regresara del mercado.
En ese momento apareció Jorge Mario, quien al llegar saludó al invitado de la casa y a su patrona Juana Carlota; ésta al instante y sin perder tiempo, lo envío a la cocina a hacer algunos quehaceres; al Capitán, no le simpatizó en nada la presencia del recién llegado y comenzó a mostrarse inquieto y a inquirir sobre el joven.
Cuando Jorge Mario llegó a la cocina, se sorprendió de encontrar a Blanca Azucena en ese lugar, pero a la vez le causo alegría y satisfacción, pues era un momento y un lugar adecuado para hablar y estar a solas con su amada sin que nadie les escuchara ni les interrumpiera.
Desde el jardín, y viendo hacia la oscura cocina, en un determinado momento el Capitán pudo observar dos siluetas que se amaban y se fundían en un abrazo eterno y caricias reciprocas, intercambiando besos y miradas, sin que nadie en ese lugar les interrumpiera ese sublime momento.
Juana Carlota complacida observaba aquella escena, como también tomaba en cuenta la reacción y actitud del Capitán, quien sin poder ocultar su ira, se levantó al instante de su silla; su orgullo y sus ilusiones habían sido mancillados; su reputación y su prestigio habían sido deshonrados y eso, merecía ser reivindicado.
Requirió entonces la presencia de Don Rosendo para exigir de él una explicación, al pensar que todo eso, era una burla montada en contra suya. Juana Carlota fue en busca de Don Rosendo quien estaba en su oficina y se hizo presente al instante donde le esperaba el Capitán; al llegar, pudo de alguna manera darse cuenta y observar aquella escena de amor que ofendía y violaba las costumbres y las cuales solamente agradaban a Juana Carlota.
Don Rosendo estalló en ira al igual o peor que el Capitán y dirigiéndose a la cocina, abofeteó a Jorge Mario hasta hacerlo sangrar y le amenazó con echarlo a la calle junto a sus padres por la grave falta cometida y ordenándole a su hija Blanca Azucena a permanecer encerrada en su habitación hasta nuevo aviso.
Hecho un demonio y cegado por la ira, Don Rosendo invitó al Capitán a su oficina personal de aquel caserón, donde solo se ventilaban los más delicados sucesos familiares, y tras darle algunas explicaciones y a pedirle disculpas por tan desagradable momento, ambos comenzaron a planificar un ejemplar y duro castigo para aquel que había osado cruzar la línea de respeto y sumisión establecidos por la sociedad.
Decidió entonces Don Rosendo por recomendación de Rencillas y Amargosas, no mandar a la calle a la familia Santamaría, sino más bien tenerlos al alcance para disponer del futuro del joven y hacerle pagar la ofensa, y como un primer acto de venganza y castigo, ambos decidieron enrolar en la milicia al joven Santamaría, bajo las órdenes del Capitán; y algunas semanas después era enviado a uno de los cuarteles, en los cuales fue sometido a rigurosos e inhumanos entrenamientos y obligado a ejecutar actos deshonrosos y humillantes.
El tiempo transcurría y así mismo las cosas del amor se iban dando de acuerdo a los planes de Juana Carlota, pues entre ella y el Capitán, ya se había iniciado un tórrido romance, con la venia y bendición de Don Rosendo, quien a la vez había enviado semanas antes en reclusión al convento de Las Carmelitas Descalzas a su hija Blanca Azucena para que tomara los hábitos en su fase de noviciado, o período de prueba.
Para evitar que su hija pudiera tener algún encuentro con Jorge Mario, ordenó que se le permitiera salir solo los fines de semana y era la Trinidad, la encargada de recoger a la joven en el convento y llevarla a casa y de igual manera dejarla en el mismo lugar, al inicio de cada semana.
De tanto ir al convento y escuchar las charlas y las oraciones de las monjas, a la Trinidad Encarnación le fue entrando el gustito de ofrecerle al altísimo, todas sus acciones del día y se volvió más rezadora que una monja con la intención de llegar a ser una de ellas; en sus ratos libres se fue preparando para su proyecto monjeril, llegando al grado de que hasta a decir misa aprendió por si le hacían la prueba; habló con la madre superiora sobre el caso, pidiéndole que la aceptara como novicia, pero la superiora le respondió que eso era imposible porque las monjas solamente están casadas con Dios y ella ya pertenecía a Enrique. Pero a pesar de todo, la Trinidad continuó insistiendo con la mira puesta de que la aceptaran en el convento, aunque fuera como Monja Empírica, porque para Monja certificada, —Ni esperanzas— pues Enrique su esposo, le había arrebatado la virtud y el requisito indispensable para ello, en la primera noche nupcial, dieciocho años atrás.
En una ocasión en horas avanzadas de la noche, Enrique dormía con su mujer, cuando de repente despertó al escuchar unos ruidos; se sentó en la orilla de su cama desde donde vio con sorpresa que al fondo de la caballeriza, su patrón Don Rosendo estaba escarbando en la tierra con una pala y alumbrándose con un candil* lo que a Enrique le causo curiosidad y sorpresa; decidió entonces ir donde estaba su patrón para ofrecerle su ayuda, pero al llegar, Don Rosendo le explicó que estaba sembrando tres plantas de Rosas para sus hijas y su esposa como una muestra de amor hacia ellas; que su ayuda no era necesaria pues era una sorpresa, ordenándole a Enrique que regresara a dormir y que le guardara el secreto. Con el tiempo, el incidente no tuvo mayor importancia para Enrique y todo se fue quedando en el olvido.
Habían pasado algunos meses después de que Jorge Mario había sido enviado al servicio militar, cuando se comenzaron a gestar algunos movimientos revolucionarios dentro de la Capitanía General de Guatemala, entidad territorial del imperio español, por la independencia de las naciones actuales: Guatemala, Belice, El Salvador, Costa Rica, Nicaragua y Honduras.
El destacamento militar del Capitán Rencillas y Amargosas fue llamado para refuerzo del ejercito extranjero, para controlar y someter militarmente a los sublevados, destacamento en el cual iba el joven Jorge Mario.
El tiempo de la contienda militar se extendía y las noticias que llegaban eran escasas y no muy confiables, las cuales se recibían a través del telégrafo o encomiendas a través de correos terrestres consistentes en carruajes tirados por caballos y que tardaban mucho más tiempo en llegar.
Para esa época, en el pueblo comenzaba a crecer un niño y su hermanita mayor extremadamente pobres, de esos que pareciera que Dios los ha olvidado; con una madre soltera y abandonada, que tenía que hacer lo imposible para conseguir el sustento para ella, una hija y el menor quien respondía al nombre de Manuel; este, recorría las calles del pueblo, buscando la forma de ayudar a su madre a ganarse la comida para él y su hermana.
Todos los años para las fiestas del pueblo, llegaba la banda regimental de Chalatenango para amenizar los desfiles de carrozas y los infaltables enmascarados y su repertorio musical, era de marchas militares.
Y al pequeño Manuel le gustaba que le persiguieran los viejos de la fiesta o enmascarados, como también le divertía andar detrás de la banda militar con lo cual lograba aprenderse las notas musicales de las marchas; y de ahí le vino la idea de ganarse la vida, imitando los sonidos de los tambores, los platillos, las flautas, la tuba y los trombones al mismo tiempo, para ganarse algunos centavos por cada canción o marcha que le pedían los buenos samaritanos, que más lo hacían por caridad, que por oír las notas desafinadas de Manuel; pero nunca faltaban aquellos que más lo hacían por burlarse del niño que por ayudarle a sobrevivir.
Y fueron esos mismos burlones quienes comenzaron a llamarlo no por su nombre, sino por Meme Banda; (a quienes llevan el nombre de Manuel, se les conoce con el diminutivo de Meme) el niño siguió creciendo y el apodo de «MemeBanda» le acompañaba siempre y se le fue pegando, hasta perder su
apellido.
Ya en su adolescencia, Manuel tuvo la buena suerte que a la oficina del telégrafo del pueblo llegó otro jefe de otra parte, que conoció e hizo amistad con su hermana con quien se casó tiempo después, y fue éste — el nuevo jefe y cuñado —, quien le dio la oportunidad de trabajar como mensajero con un sueldo que no alcanzaba para mucho, pero que le daba la oportunidad de asegurar un ingreso y ayudar a su madre.
Para Manuel, fue lo máximo alcanzado en su vida y con todo honor y todo orgullo, se le veía pasar por las calles entregando los telegramas a la gente del pueblo, luciendo su uniforme de pantalón y camisa beige, corbata negra, kepis o gorra estilo militar, con un plante impecable, que con mucha facilidad se revolcaría allá en los infiernos de pura envidia, el tirano Pinochet. …
Hasta aquí llega el presente segmento y la leyenda continua en las siguientes páginas de mi primer libro «Suchitoto en el principio».
Agradezco infinitamente a quienes me han regalado parte de su tiempo leyendo este segmento, esperando que les haya gustado; con agradecimiento también para GACETA SUCHITOTO, por brindarme el espacio para mi publicación. Los Angeles CA. 2/18/2024.
- Por Raúl González (Escritor suchitotense radicado en California, Estados Unidos. Es autor de los libros: «Suchitoto en el principio» y «Suchitoto historia y leyenda»).
2 comentarios en “«La leyenda de la Taconuda» por Raúl González”
Gracias amigos de Gaceta Suchitoto por publicar está gran obra de mi buen amigo J Raúl González orgullosamente suchitotenses mis felicitaciones Raulito Dios bendiga su vida y la de su apreciable familia
==Muchisimas gracias mi apreciado y buen amigo Manuel Monge, por su comentario, por sus palabras dirigidas a mi trabajo literario «Leyenda de La Taconuda» y por el saludo para mi familia. Gracias también Manuel, por rendir agradecimientos para el periódico Gaceta Suchitoto, por concederme un espacio para mi publicacion. Saludos Manuel Monge que Dios me lo bendiga y disfrute de un placentero inicio de semana 2/26/24.